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22 nov 2012

Volver a estar, volver a ser


San Lorenzo y volver a casa 
 Por Román Iucht / canchallena.com ,  17 de Noviembre de 2012

Mi casa era un abrazo con aromas, / afuera el mar oleaba en adoquines, / por suerte había chapas que, en la siesta,/ hacían que llover no fuera triste.../ Y hablo de mi casa, nunca nuestra, / mudándonos de barrio, sin opciones, / a la hora de movernos, ¡qué increíble / imaginar un mundo en los camiones!.../ La casa, ningún living, de una pieza, / de los despertadores tan temidos, /soñando que, tal vez, quizá no suene/ para ir a mi otra escuela de bandidos.../ Jamás podré elogiar a mi pobreza, / tan sólo es el cristal de mi pasado, / que suena, como copa, en esta noche / y abraza con su vino destapado...

Cuando el "pelado" Gustavo Cordera escribió esta pieza de colección, llena de sensibilidad, llamada "Al olor de hogar", jamás imaginó que su letra podría adaptarse a la vida de un club de fútbol. Sin embargo a partir de lo ocurrido en los últimos treinta y tres años, y especialmente de lo que pasó el último jueves en la Legislatura Porteña con todos los corazones sanlorencistas, sus versos volvieron a tomar un significado especial.

No es fácil tener que levantar los trastos y mudarse de casa. Mucho menos si esa mudanza se hace en una situación de apremio, de engaño, de mentira, de absoluta ilegalidad. En las últimas tres décadas, la gente de San Lorenzo sintió el pesar del desarraigo, el dolor de perder su lugar y transformarse en inquilino eterno. Es cierto que el Nuevo Gasómetro les devolvió parte de su esencia, pero hay algo mucho más significativo que una mole de cemento en donde jugar como local y eso no tiene que ver con el fútbol. Estamos hablando de la identidad.

La identidad son esos aromas inconfundibles. La identidad es ese recuerdo de colores, de caras, de esquinas. La identidad es saber que allí, por la Avenida La Plata, el abuelo tomaba el tranvía número 8 y la parada del colectivo 215, servía para compartir las lagañas de algún amigo que tenía que madrugar bien temprano igual que uno, para no llegar tarde al trabajo y perder el presentismo.
En esa identidad está la casa. Y el hogar de Boedo era el Gasómetro. Ese templo del fútbol, en dónde la vida era redonda y de tiento y los artistas daban función cada domingo. Por el Gasómetro pasó la leyenda del vasco Lángara. Por esos campos eternos desfiló la estampa del "Mamucho" Rinaldo Martino y la elegancia de René Pontoni. En el Gasómetro, los "Carasucias" fueron irreverentes jóvenes que de la mano de Veira, Telch y Doval se le animaban a los próceres rivales sin importar edad ni experiencia. Allí desfilaron los "Matadores" y se quedaron con varios títulos que se hicieron estrellas en la camiseta. Rendo, Ayala, "Coco" Rossi, Sanfilippo, Buticce, Villar, Fischer. Los nombres se acumulan y se hacen cada vez más grandes. Todos allí, todos en el Gasómetro. Ese estadio en el que cuentan, aquellos que tuvieron la suerte de de pisarlo, se veía el fútbol como en un teatro.

Soñadores hinchas azulgranas, salidos como de un Mayo francés futbolero, los miembros de la Subcomisión del Hincha fueron realistas y pidieron lo imposible. Porque la identidad dice que el lugar del "ciclón" es en Avenida La Plata, lucharon hasta lograr lo que parecía una locura y el 15 de Noviembre de 2012, por ley quedó establecido que más temprano o más tarde, San Lorenzo volverá a su casa y recuperará su pasado.
El desafío es gigantesco. Habrá que reacondicionar el terreno, brindar una función social, entregar seguridad y generar un espacio en donde todos los vecinos puedan sentir que el sentido de pertenencia vuelve a generarles el mismo orgullo de hace treinta años.

No importa el tiempo, no interesa el costo. La identidad siempre está y más temprano o más tarde, uno se vuelve a conectar con su pasado, redescubre las raíces y empieza a reconstruir el árbol de la vida.
San Lorenzo volverá al barrio, porque así debe ser y porque así estuvo escrito. Al Gasómetro lo espera su calle de siempre. Al sentimiento lo aguarda las lágrimas y una profunda emoción. A los hinchas que siempre creyeron que era posible, las coordenadas de toda la vida. Para ellos, San Juan y Boedo antiguo.y todo el cielo.



Un San Lorenzo que nunca fue de Almagro ni de Flores 
Sergio Dattilo/ Ámbito Financiero , 21 de noviembre de 2012

 «San Lorenzo ya volvió. Se lo dedicamoa todos los que nos gritaban de qué barrio sos.» ¿Alguna vez alguien escuchó a la hinchada «santa» cantar «Soy de Flores», o «Soy de Almagro»? El Bajo Flores era, después de todo, una circunstancia impuesta por la vida. y Almagro apenas el recuerdo fundacional en el convento salesiano de San Antonio. Desde el jueves pasado «Soy de Boedo» dejó de ser un grito de aliento al equipo de fútbol para ser un alarido de pertenencia, una confirmación de que ese lugar en el mundo era y es eterno, y que más tarde o más temprano iban a volver.

El chico tenía diez, once, doce años, y en Nicasio Oroño y avenida San Martín se tomaba el colectivo 690 que lo depositaba en la puerta de avenida La Plata 1701. Era la entrada del estadio y la sede del Club Atlético San Lorenzo de Almagro. El joven socio había nacido en Cochabamba y Maza, pero la vida y su familia lo habían llevado a vivir a La Paternal.

Pese a eso, todos los días de su infancia y su adolescencia los pasó en avenida La Plata 1701, jugando al ajedrez, al básquet, al fútbol, al bowling. Mirando cómo las glorias «cuervas» de básquet, natación y hockey sobre patines ganaban «todo».

Los días de semana ingresaba -como otros miles de porteños que usaban el club- a la sede-cancha; le daban la bienvenida los tablones montados sobre hierros (de chico le parecían gigantescos; de grande, maravillosos). Antes de ir a su lugar «natural», la sala de ajedrez construida debajo de la tribuna local (la que daba sobre avenida La Plata), recorría el pasillo que se extendía por debajo de las plateas, sobre el que se acodaban las mesas de billar; más adelante estaba la entrada a los vestuarios, ese santuario al que pocos accedían. A la izquierda, el salón San Martín, las canchas de bochas, la piscina y las canchas de tenis. A la derecha, la «placita», alrededor de la cual se acomodaban las primeras pistas de bowling (de madera, claro) construidas en el país por AMF, las canchas de pelota a paleta y el polígono de tiro. En un anexo, pero siempre sobre avenida La Plata, había una biblioteca en que el chico de La Paternal leyó los clásicos infantiles y después usó para estudiar. Y hasta una sala de cine, gratuita para los socios, donde vio clásicos como Ben Hur o El Cid.

Los domingos era otra historia... Aún no se usaba ir a la cancha ataviado con los colores del equipo favorito, pero su corazón estaba pintado de azul y grana. Entraba con su carné de socio por la misma puerta de toda la semana, y se acomodaba en «la techada», la tribuna a la derecha de la popular (también llamada «el codo») que en un pasado lejano tuviera un tinglado reparador. Curiosamente, allí nunca lo vio dar la vuelta olímpica: el campeón de 1968 se consagró en River; el del 72 (Metropolitano) ganó el torneo sin jugar y el del mismo año, invicto, venció en Vélez en la final del Nacional a River. Ese mismo estadio fue escenario del campeón 74. Fue el último campeonato del «San Lorenzo de Boedo», antes de que desmanejos de su dirigencia lo llevaran al exilio y al descenso.

Había mucho, mucho más que lo descripto en el club al momento en que la picota del brigadier Osvaldo Cacciatore, «manu militari» y so pretexto de abrir dos calles que nunca se abrieron, obligó al club a vender las instalaciones a precio vil, y mudarse «contra natura» al Bajo Flores.

El chico ya era un joven adulto, con pretensiones de periodista, cuando con sus amigos del club, con quienes seguían al Ciclón literalmente a todas partes, asistieron en «el codo» al último partido que se jugaría en avenida La Plata. La historia es conocida: Gatti le ataja un penal a Coscia, y el partido contra Boca Juniors termina cero a cero.

Lejos estuvo ese día de ser el final: para el joven ajedrecista-periodista, fue el inicio de la agonía. Dado que seguía frecuentando el club, fue testigo de cómo, de a poco, de un tablón o dos por vez, iba desmantelándose su primer amor. Un día llegó la orden (militar, claro) de que el club cerraba sus puertas para siempre y ya no fue más. El Bajo Flores no era para él, habiendo vivido lo que había vivido en Boedo.

La ordenanza de Cacciatore que mandaba abrir las calles Salcedo y Muñiz fue derogada, y el terreno -años más tarde- fue comprado por una cadena de supermercados a diez veces el valor que se le pagó a San Lorenzo, víctima de una expropiación a todas luces espuria.

«La cancha de cemento/ya la aprendí a querer/pero la de madera/ nunca la olvidaré/Aunque juegue en el Bajo/llevo en el corazón/el barrio de Boedo/donde nació el Ciclón». ¿Cómo intentar siquiera equiparar la pasión de cientos de miles de porteños por su barrio, su pertenencia, su primer y único amor invicto, con las necesidades de una cadena minorista que, por imperio de la legislación, no podrá reponer el supermercado de avenida La Plata por otro?

¿Hace falta explicar que hay cosas mucho más importantes en la historia de un pueblo que una góndola, un freezer, una línea de cajas? ¿Hace falta decir que el barrio volverá a florecer, tal como pasó con el Bajo Belgrano con la cancha de River? ¿Hace falta repetir que la buena fe con que se compra un bien no impide que su legítimo dueño o sus herederos lo reclamen? Parecería que sí... El pueblo sanlorencista -incluido ese pibe que se tomaba el 690 en avenida San Martín y Nicasio Oroño- se encargaron de volver a explicarlo, con claridad meridiana.

1 comentario:

  1. Es muy emocionante lo que has escrito, Román !...muchas gracias por tu texto!!

    José Luis

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